En un rincón olvidado de nuestra memoria nacional, yace una gesta que, de tan silenciada, parece apenas un murmullo entre las páginas de la historia oficial. Fue un 20 de noviembre de 1845 cuando, contra todo pronóstico, la Argentina, como David frente a Goliat, hizo retroceder a las dos potencias más imponentes del mundo: Inglaterra y Francia. La batalla de la Vuelta de Obligado no fue solo un enfrentamiento, sino un acto de férrea defensa de los primeros intereses económicos de un país aún joven y tambaleante en el concierto de las naciones.
Las potencias europeas, voraces y ávidas de nuevos mercados, habían puesto sus ojos en nuestras fértiles tierras, generadoras de materias primas tan baratas como codiciadas. Pero aquel día, a orillas del Paraná, se les hizo saber que no sería tan sencillo adueñarse de lo que no les pertenecía.
El general San Martín, en su sabiduría y claridad, equiparó esta batalla a las luchas por la independencia. Escribió con firmeza:
“… ya sabía la acción de Obligado, donde todos los interventores habrán visto por este “echantillon”(significa muestra o mostrar, en francés), que “los argentinos no son empanadas, que se comen sin más trabajo que abrir la boca”. A un tal proceder no nos queda otro partido que el de mirar el porvenir y cumplir con el deber de hombres libres. Sea cual fuere la suerte que depare el destino, que por íntima convicción no sería un momento dudoso en nuestro favor, si todos los argentinos se persuadiesen del deshonor que recaerá sobre nuestra Patria, si las naciones europeas triunfan en la contienda, que en mi opinión es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la España…”
Y, sin embargo, ¿por qué este heroísmo permanece velado en el olvido? Quizás porque quienes se erigieron como los narradores de nuestra historia, los unitarios, no solo se mostraron indiferentes a la invasión extranjera, sino que, en muchos casos, colaboraron desde las mismas cubiertas de esos grandes barcos enemigos. Así, se borró de nuestra memoria una epopeya que, en su esencia, simboliza el alma irreductible de un pueblo que, a pesar de las adversidades, no permitió que le arrebataran ni su dignidad ni su futuro.
¡Oh, qué cruel es el silencio cuando es impuesto por quienes debieron defender la verdad! Pero el río del tiempo no olvida, y sus aguas, como las del Paraná, siguen susurrando la gloria de aquellos días en que no nos inclinamos ante ningún poder extranjero.
Luis A. Robles.
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