A veces, uno se detiene. Como si un semáforo se clavara en rojo en medio de la avenida 9 de Julio, pero en el alma. Y piensa. Piensa en el frío de un invierno europeo, en un hombre gastado que mira el mar desde Boulogne-sur-Mer. ¿Qué ve ese hombre? ¿Olas? No. Ve la Cordillera. Una cicatriz monstruosa y amada en el mapa de sus recuerdos. Un delirio.
San Martín no es el «Padre de la Patria». ¡Qué cosa absurda y vacía! Es el hijo pródigo de una Patria que nunca termina de nacer. Un personaje de Dostoievski arrojado al realismo mágico de nuestra América. Un Raskólnikov que no cometió un crimen, sino una epopeya, y cuya culpa fue soñar una Nación donde no la había, donde solo existía un puerto y su caterva de comerciantes.
¿Por qué se fue? ¿Por qué se corrió en Guayaquil? La historia de manual, esa que escribieron los Mitre, te dice que estaba cansado. ¡Mentira! Se fue porque vio el monstruo. Vio que la rosca de los Rivadavia, de los unitarios, de los cipayos que siempre miraron más a Londres que a su propio pueblo, iba a devorar la Revolución. Su renuncia no fue un acto de debilidad, fue el acto político más profundo y doloroso de nuestra historia. Fue decir: «Con estos tipos no construyo ni un rancho, mucho menos una Patria Justa, Libre y Soberana».
Él, que le escribía a Pueyrredón pidiendo «más y más gauchos», porque entendía que la independencia la hacían los de abajo, el pueblo en armas, no los señoritos perfumados. Él, que en Cuyo armó un proyecto de país, un modelo de desarrollo autónomo. ¿Le suena, compañeros? Es la semilla de nuestra doctrina: la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación como único faro. Por eso lo borraron, lo exiliaron, lo convirtieron en un bronce inofensivo. Pero el San Martín nuestro, el que nos interpela, es el de la desobediencia, el del sable al servicio del pueblo y no de las oligarquías. Un hombre que aún nos espera, del otro lado de la cordillera de la historia.